Silvia Lira León

Es egresada de la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM. Ha cursado diplomados y talleres en Lengua Española, Literatura Iberoamericana, Creación Literaria y Mediación Lectora. Trabajó como correctora en varios periódicos locales. Ha publicado el libro Materia Urbana (Fondo Editorial de Querétaro, 2007). Publicó la columna semanal Crónicas desde el Portal en el suplemento cultural Barroco de Diario de Querétaro (2007-2010), de la cual se publicó un libro: Crónicas desde el Portal, publicado por Letra Capital, Fondo Editorial del Municipio de Querétaro, 2024.

Las condiciones sociales y económicas de las mujeres son un tema de discusión recurrente en la actualidad, donde el discurso de la igualdad de derechos para todos y todas se ha vuelto bandera de grupos y asociaciones que buscan incidir en las políticas públicas que incluyan en sus leyes mejores condiciones de desarrollo personal y profesional para los sectores más vulnerables, incluyendo a las mujeres.

Pero estas discusiones no son nuevas, desde siglos atrás se ha cuestionado la condición de rezago de la mujer, poniéndola en desventaja en comparación con los hombres. Daniel Defoe, en un texto escrito de 1719, ya hablaba de la condición de inferioridad de las mujeres en cuanto a la educación, el autor cuestiona sobre el acceso femenino a las artes, como la música y la danza, la lectura de la historia, el dominio de otros idiomas, que expongan sus capacidades y sus sentidos más rápidos que los de los hombres.

Ya muy entrado el siglo XX, Rosario Castellanos escribe sobre el mismo tema en el libro Sobre cultura femenina, diversos ensayos que analizan las condiciones de las mujeres que siguen siendo muy desventajosas en relación a las condiciones masculinas. El hombre como dominador y creador de todo, la mujer como sombra subordinada a él.

Quiero brindar aquí un ejemplo que viene bien y que incluye una anécdota personal. En la reciente emisión de la Muestra Internacional de Cine, en la Cineteca Rosalío Solano, se programó la película Azul, de la trilogía Tres Colores: Blanco, Azul y Rojo, del director polaco Krzysztof Kieślowski, protagonizada por la actriz Juliette Binoche, en el papel de Julie Vignon-de Courcy. Una historia que habla de la Libertad. Esta cinta es una de las más entrañables para mí, me emocionó mucho que se presentara la oportunidad de volver a verla en una sala de cine, desde su estreno en 1993.

Julie pierde a su esposo y a su hija en un accidente automovilístico donde ella es la única sobreviviente. Su esposo era un prestigiado músico y director de orquesta. Julie queda profundamente deprimida y se autodestruye buscando terminar con su vida. El mejor amigo de su esposo, Oliver, que siempre había estado enamorado de ella, la ayuda a salir de la terrible depresión, y por él, Julie se entera de la existencia de otra mujer en la vida de su esposo y que además está esperando un hijo suyo. Oliver le sugiere que termine la obra que su esposo dejó inconclusa, una pieza para ser tocada en la celebración de la creación de la Unión Europea. Entonces, Julie se convence de terminar la obra con tal perfección, que nos damos cuenta de que, quién realmente creaba las obras que su esposo ostentaba, era ella. Julie renuncia a todos los bienes de su esposo y se los deja al hijo que espera la otra mujer; retoma su apellido de soltera, y aunque no acepta el amor de Oliver, se siente ya en camino para poco a poco integrarse a una nueva vida, sola y libre.

No me fue posible asistir a ver la película porque se empalmó en día y hora con la premiación del Certamen de Crónica Joven 2024, en el que fui jurado, y era mi obligación estar presente en ese evento. Lo curioso fue que el lugar de la premiación era el Teatro de la Ciudad, que se ubica en el mismo edificio de la Cineteca Rosalío Solano. No me fue fácil resignarme, pero no me quedó de otra. Llegué al teatro, me formé en la fila para acceder a la sala, y mientras esperaba, vino a mí el sonido de la imponente banda sonora de la cinta, que comenzaba en la sala de junto. Confieso que estuve a punto de abandonar la fila y meterme a ver la película, pero tuve que conformarme con escuchar la música e imaginar las escenas, que todavía, a tantos años de distancia, me siguen estremeciendo, con esa banda sonora que me emociona hasta las lágrimas.

La educación en las artes puede hacernos libres, no subordinar nuestros talentos al amor de un hombre, que, además, nos puede llegar a traicionar. Las artes nos liberan el espíritu y nos sanan el alma. Atreverse a ser una misma y defender las ideas con determinación es el camino hacia la libertad.

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