Regreso a la obra de Octavio Paz, “porque hay musicalidad en sus versos, transmiten una imagen”, y a José Emilio Pacheco y Efraín Huerta los he releído por otra razón: “son poetas que toman el sentido cotidiano de la vida y lo trascienden a un concepto filosófico”
Por José Rivera
“En la poesía necesitamos un equilibro entre la razón y la emoción”, pues al escribir se corre el peligro de caer en la frialdad o en lo cursi, explica el poeta hondureño Marco Antonio Madrid. Para lograrlo sugiere dejar reposar las emociones, evitar precipitarse tras el estímulo. “Aquí hay que tejer muy fino”, advierte con seriedad el poeta, sabiendo que algo importante está en juego: “si vamos a ser evidentes, no llegaremos al poema”.
Madrid nació en San Nicolás, Santa Bárbara, en 1968. Creció en un ambiente de libros, entre la biblioteca personal de su padre abogado y los libros de su madre, una maestra de educación primaria. La familia Madrid se establecería en Tegucigalpa, capital de Honduras. Allí la maestra le compraría los primeros libros al futuro poeta, aquellos que marcarían su imaginario de manera decisiva.
La poesía de Madrid está impregnada de símbolos alusivos a los clásicos grecolatinos. Esto se debe a la madurada certeza de que aquellos “son arquetipos de la literatura universal”. Pero quizás el arraigo de esa predilección tenga algo que ver con el inicio de sus lecturas. “Recuerdo los libros que me compraba mi mamá. Eran libros ilustrados sobre los mitos griegos y romanos”.
Las imágenes de escenas maravillosas dejaron profunda impresión. “Había un libro de La Odisea, pero que no leí entonces, porque era yo muy niño. Recuerdo que era de tapa dura, que la portada tenía a Ulises amarrado al mástil del barco y la sirena rodeando el barco”. Con el pasar de las décadas intentaría completar en verso el cuadro de aquella portada: “El mar, como el oscuro color del vino cantado/ por Homero en hexámetros audaces” (del poema “Anacréontica”).
A pesar de vivir en la capital, los Madrid no se olvidaban del paisaje natural de San Nicolás, pueblo del occidente hondureño adonde regresaban cada diciembre durante la infancia de Marco Antonio. “Viajábamos a ver a mi abuelo. Él solía llevarnos a la finca de café”. Fiel al recuerdo de aquel hombre que marcó su niñez, pero también a su idea de dejar reposar las emociones, Madrid escribiría mucho después un emotivo poema en memoria de su abuelo: “Él se vino montaña abajo./ El viento de las tierras altas/ murió el día que murió mi infancia” (del “Poema para recordar una infancia”).
La figura de Roberto Sosa
En 1997 Madrid egresa de la carrera de Letras en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), institución donde actualmente imparte clases de literatura. Por aquellos años de juventud gana un certamen literario que tenía entre los miembros del jurado a Roberto Sosa, uno de los poetas hondureños más importantes. “Más allá de las furias” fue el poema elegido por Sosa.
Pese a haber ganado aquel concurso, Madrid descree de los premios, sobre todo de los que se entregan hoy, pues “son de compadre hablado”, se trata de reconocimientos buscados por los poetas. Además, considera que muchos certámenes se han pervertido, “por eso le dieron el Nobel al cantante Bob Dylan y no a Philip Roth o al poeta Adonis”.
Más allá del privilegio de ser premiado, aquel reconocimiento a finales del siglo pasado le sirvió a Madrid para conocer a Roberto Sosa, para conversar con él cuando su profesora de literatura, Sara Rolla, se lo presentó en San Pedro Sula y convertirse en su amigo desde entonces hasta su fallecimiento en 2011.
Roberto Sosa ganó el premio Casa de las Américas, el Caballero de las Artes en Francia y otros reconocimientos internacionales. “Esos premios no los lanzan a la garduña”, manifiesta Madrid con su énfasis de docente. Y como fiel escéptico, especifica que Sosa ganó el Casa de las Américas en 1971, “cuando son jurado dos grandes poetas latinoamericanos: el poeta del grupo Orígenes, Eliseo Diego, y Gonzalo Rojas”.
Un mundo para todos dividido (1971), el poemario merecedor de la presea cubana, posee el equilibrio buscado por Madrid: “una unidad en ritmo y una unidad en concepto extraordinarias”. Es más, “para mí, es uno de los mejores libros escritos en Latinoamérica, no en Honduras, en todo Hispanoamérica”, manifiesta sin titubeos el poeta santabarbarense.
Lector y poeta en Honduras
Madrid se explaya al hablar de sus lecturas. De niño, el descubrimiento de los clásicos en ilustraciones, las fábulas de La Fontaine, Iriarte, Samaniego. Luego, los modernistas: Rubén Darío, Juan Ramón Molina, José Santos Chocano… Siguieron los clásicos modernos, como T. S. Elliot, Borges y Neruda; la generación del 27 en España; los poetas de las vanguardias latinoamericanas, como Olga Orozco, los nicaragüenses Salomón de la Selva y Joaquín Pasos.
Los nombres desfilan y desfilan. Pero confiesa que entre tantos hay algunos a los que vuelve. En la actualidad, por ejemplo, regresa a la obra de Octavio Paz, “porque hay musicalidad en sus versos, transmiten una imagen”. A José Emilio Pacheco y Efraín Huerta los ha releído por otra razón: “son poetas que toman el sentido cotidiano de la vida y lo trascienden a un concepto filosófico”. “Hubo una temporada donde regresaba bastante a la poesía de Vicente Aleixandre”, y otra a Álvaro Mutis. Gracias a sus lecturas y al ejercicio poético, Madrid ha arribado a ideas claras: “En la poesía el ritmo es más ajustado (que en la prosa). Todo es más sui generis en la poesía”; “Se comienza con un verso, pero no se sabe si se va a terminar el poema”, lo determina el azar; “cada verso es jugarse la vida”; ritmo, imagen, musicalidad y concepto “deben ir unidos, codificados a superar lo evidente, y a colocarnos en el plano de la naturaleza poética”.
Sin embargo, el desafío sobrepasa las exigencias intrínsecas de la poesía, ya que se debe escribir desde un contexto adverso. “En Honduras escribimos primero para nosotros y después para los amigos, a veces ni para la familia, porque no les interesa”, lamenta Madrid con una expresión de descontento que lo lleva a enfatizar que “hay muchísima gente que no lee, no lee absolutamente nada. Nada de nada”.
Rafael Heliodoro Valle dejó escrito que en Honduras abundan los que escriben versos, pero escasea la poesía. Madrid parecería pensar en esa máxima al recalcar el error de ser evidentes cuando se dota al poema de elementos hondureños. “Puede darse, por supuesto, pero para evitar las evidencias y lograr la sutileza que tiene el arte, es necesario connotar. Connotar mucho los términos, quintaesenciar su desplazamiento natural hacia lo estético”.
“Yo lo que hago es dejar reposar, después, escribir de acuerdo a la memoria”, dice el autor de apenas cuatro libros [La blanca hierba de la noche (2000), La secreta voz de las aguas (2010), Palabras de acerada proa (2018) y De la llama, otro fuego (2023)], cuyas convicciones lo llevan a desinteresarse en publicar con la premura de sus pares. ¿Para cuándo su próximo poemario? “Si llega la poesía, lo vamos a sacar”, caso contrario, lo no escrito y lo escrito permanecerán en reposo, hasta dar con el equilibrio necesario.