Casi a la una de la tarde, un oficinista llamado Howie sube una escalera eléctrica. Pero no conocemos su nombre de inmediato. Antes de eso, advertimos que el interés de este sujeto por el acto de beber cualquier bebida (excepto malteadas) decayó cuando, alrededor de la década de 1970, las grandes corporaciones optaron por reemplazar el papel de los popotes por el plástico ligero. De igual modo, Howie disfruta la sensación de caminar cerca de un parquímetro, acercar su mano casi lo suficiente como para tocarlo, sólo para lanzar su brazo al aire segundos después y seguir con su camino, extrañamente satisfecho. Antes de siquiera conocer la identidad del narrador, recordamos (de la infancia, seguro) que así de susceptible es la realidad frente a los engaños más banales.
A lo largo de quince capítulos, Howie sube una escalera eléctrica, mientras su mente tantea los misterios más profundos sobre las agujetas, las letrinas, los bolígrafos de botón, las distintas maneras en que pueden morir las neuronas, o el instante inequívoco en el que te conviertes en un adulto. Al cabo de unas 130 páginas, la novela termina. Son las dos de la tarde, y ya no hay nada más que añadir. Pero este final es algo parecido a despertar de una noche intranquila: cuando la intensidad de tus sueños sólo es comparable con la rapidez en que desaparecen de tu atención diurna. No eres la misma persona que el día anterior, pero tampoco estás muy seguro por qué.
Una página sobre esta novela en un sitio como SparkNotes, o en nuestro país, El Rincón del Vago, no sería sino Una Larga Lista De Varias Cosas Que Suceden (O No). Ahora bien, ¿Cuántos de nosotros hemos siquiera intentado escribir Una Larga Lista De Varias Cosas Que Suceden (O No), sólo para sondear el límite y ver qué sucede? ¿No existe una alegría muy sutil en engañar banalmente a la realidad cuando, impelido por fuerzas más allá de tu control, pisas entre las losas del piso, pero jamás en las divisiones entre las losas mismas, porque de lo contrario no tenemos idea de qué pueda suceder con el orden de todas las cosas?
Quizás con un tono más sereno que puramente obsesivo, pero Nicholson Baker detalla cada centímetro cúbico de esta clase de neurosis cotidiana en The Mezzanine. Por ejemplo, cuando Howie se cruza con un compañero de trabajo en un pasillo, lo que dicta un ademán específico que, a la manera de un Bartleby, preferiría no hacerlo: “Resolví el problema quedándome inmóvil a medio paso, en cuanto lo vi de reojo (apenas subía a la escalera), con mi dedo índice apuntando hacia el aire, como si acabara de pensar en algo importante que olvidé hacer, lentamente caminando hacia otro lugar.”
Baker se ha descrito a sí mismo como “escritor de método”. Esto quiere decir que la construcción de una voz narrativa requiere, como en el proceso actoral, no sólo un hábil engaño, sino una renuncia decisiva hacia cualquier rasgo que no pertenezca al engaño en sí. Pero no es que el escritor quiera aprovecharse de tu ingenuidad, conducirte a una mentira y robar tu inocencia. Al contrario, los detalles microscópico-antropológico-teólogo-existenciales de The Mezzanine no son sino el fundamento del arte según gran parte de los artistas: el regreso al asombro como un acto de resistencia. Si prestamos suficiente atención, con una hora basta.
Por Sebastián Jiménez Galindo
Muchas gracias a usted por su lectura. ¡Saludos!