¿Es posible que un manojo de palabras, bien seleccionadas, se escabullan entre las redes de una firme moral y la hagan doblegarse? Si la respuesta es sí, ¿no será que aquella moral, aparentemente firme, tiene fisuras y es fácil de corroer, o más bien son las palabras y el arte de narrar lo que originan las grietas? El libro de Lolita, de Vladimir Nabokób, cuenta, a grandes rasgos, la controversial historia de un pedófilo. Lo interesante es que está narrada en primera persona, a manera de confesión. La voz del narrador en primera persona se fusiona con la nuestra. Llega un punto en que se vuelve un sólo yo; esto permite dar cierto tono a la novela de sinceridad: el narrador explica las razones, los motivos, los pájaros que pasaron por su mente que lo llevaron a hacer tales o cuales acciones. Humbert Humbert trata de explicar que no sabe ni el origen ni el por qué del insaciable deseo por las nínfulas, aquellas niñas de entre 9 y 12 años. Cuenta cómo trata de contenerlo, de reprimirlo. Reconoce que está mal, pero no puede silenciarlo. Como lector, notas que sí, es una enfermedad, pero también es parte de su naturaleza. Humbert es un vampiro que al principio se niega a beber sangre humana. Sin embargo, su cuerpo y su mente se lo demandan.
Perturban los planes que tiene para Lolita. Horroriza lo que es capaz de hacer para tenerla. Pero, en el fondo, un ápice de compasión sacude la moral. Pobre Humbert Humbert, no decidió nacer así, con ese diablo dentro. La prosa es tan escurridiza y sincera, que convierte al lector en un verdadero cómplice de los más íntimos y cuestionables deseos e inclinaciones del protagonista.
Supongamos que Nábokob hubiera hecho un ligero cambio y hubiera decidido narrar la novela en tercera persona, la cual es menos íntima, más impersonal; denota un perceptible alejamiento en ella: desde una montaña se mira la distante ciudad y sus diminutas luces encendidas. ¿Causaría el mismo efecto en el lector? ¿Imporaría más el tema de la pedofilia que el injusto e impenetrable por qué de esta enfermedad?